El Mar

El Mar

Author:John Banville
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-12-10T23:00:00+00:00


II

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Myles, Chloe y yo pasamos, al parecer, casi todo el día en el mar. Nadamos bajo el sol y la lluvia; nadamos por la mañana, cuando el mar está inmóvil como una sopa, nadamos por la noche, cuando el agua nos recorre los brazos como ondulaciones de satén negro; una tarde nos quedamos en el agua durante una tormenta, y un rayo en horquilla cayó en la superficie del agua tan cerca de nosotros que oímos el crepitar y olimos el aire quemado. Yo no era un gran nadador. Los gemelos habían ido a clases de natación desde que eran bebés y surcaban las olas sin esfuerzo, como dos tijeras relucientes. La técnica y la elegancia que me faltaban las compensaba con energía. Podía recorrer largas distancias sin detenerme, y a menudo lo hacía, fuera cual fuera el público, nadando a un ritmo constante, de costado y salpicando mucho, hasta que me agotaba no sólo yo, sino también la paciencia de los que miraban en la orilla.

Fue al final de una de esas tristes exhibiciones cuando tuve el primer presentimiento de que se había dado un cambio en el interés de Chloe por mí, o, debería decir, un presentimiento de que ella sentía interés por mí y de que en él se daba un cambio. Fue esa misma tarde, y yo había nadado la distancia —¿cuánto, cien, doscientos metros?— que había entre dos de las escolleras de cemento recubiertas de cieno verde que mucho tiempo atrás se habían arrojado al mar en un vano intento de detener la imperceptible erosión de la playa. Salí trastabillando de las olas y me encontré con que Chloe me había esperado en la orilla todo el tiempo que yo estaba en remojo. Estaba envuelta en una toalla, temblando en espasmos; tenía los labios color lavanda.

—No hace falta que te exhibas —me dijo enfadada.

Antes de que le pudiera contestar —y qué le iba a decir, de todos modos, pues tenía razón, me estaba exhibiendo—, Myles apareció saltando desde las dunas que estaban sobre nosotros y levantando arena con las piernas, por lo que nos salpicó, y enseguida se me formó la imagen, perfectamente clara y extrañamente conmovedora, de Chloe tal como la había visto el primer día, cuando saltó del borde de esa otra duna en mitad de mi vida. Ahora me entregaba una toalla. Los tres estábamos solos en la playa. El neblinoso aire gris de la tarde tenía un tacto a ceniza húmeda. Nos veo dando la vuelta y alejándonos hacia las dunas que conducen a la calle de la Estación. Una punta de la toalla de Chloe se arrastra por la arena. A su lado, yo llevo la toalla posada sobre un hombro, y el pelo húmedo echado para atrás, un senador romano en miniatura. Myles corre delante de nosotros. Pero ¿quién hay ahí en la playa, a media luz, junto al mar que se oscurece y que parece arquear la espalda como un animal a medida que la noche avanza



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